30 octubre 2006


Por estos lados, y a esta misma hora, hemos hablado infinidad de veces acerca de hechos fortuitos y aparentemente inofensivos, que cambian dramáticamente una historia. Historias que uno, en el colmo de la culpa, puede creer que se hubieran evitado simplemente quedándose en su casa. O bien, en otros casos, que hubieran tenido un desenlace feliz con sólo articular una palabra. Nadie podría probar, salvo que cuente con la máquina del tiempo, semejante teoría. El tiempo no se puede rebobinar, ni podemos darle pausa y play a la historia, por lo que los dados caen una vez y para siempre. Entonces, el probar distintos métodos para conseguir una sola cosa, digamos un amor, nos llevará por otros caminos donde adquiriremos más experiencia, conoceremos mejor a esa otra persona, y tal vez, algún día, ganemos lo que tanto ansiamos, pero será de la mano del tiempo que transcurre, y no por la repetición de un momento, un instante, que se consumió hace mucho, y en el que sin dudas, éramos muy distintos a lo que podemos ser el día del logro final. Días atrás, estaba leyendo una historia corta, que resume la idea que quería contarles. No es lo que precisamente se espera como un final feliz, pero lo es, a su manera. Y todo nace de una palabra dicha en el momento adecuado. *Había una vez un prícipe perdidamente enamorado de una joven. Luego de cortejarla por un tiempo, no pudo callar más sus sentimientos hacia ella y le dijo: "Quieres casarte conmigo?", a lo que la joven contestó, con un seco y rotundo "NO!". El príncipe se amargó unos días, hasta que se le pasó, y vivió feliz, por muchos años, saliendo de juerga con sus amigos, tomando todo lo que encontraba, revolcándose con cuanta mujer se cruzara por su vida, jugando al fútbol, al paddle, y dejando la toalla tirada en el baño después de ducharse, el dentífrico destapado, lavando los platos cuando no quedaban más por ensuciar, y colorín colorado...

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