Adiós Roberto...

07 noviembre 2007


Me senté al lado de la ventana. Como siempre. Abrí un diario que nunca compraría y esperé al mozo. Serían las 11 de la noche, día de semana, no recuerdo cual. Pedí un café y un vaso de soda. Nunca se me ocurren muchas actividades cuando tengo que matar el tiempo. Era eso o sentarme en la plaza. Pocas mesas estaban ocupadas, y el bar languidecía entre la poca luz y el escaso movimiento.
A mis espaldas, también junto a la ventana, se sentó una pareja con intenciones de charlar como se charla en algunos cafés, esquivando los nubarrones de una ruptura.
No vi sus rostros, pero los imaginé a la perfección. Ella era Daniela, adivino. Él nunca la nombró así, pero los diminutivos giraban en torno a Daniela. Dani, Danu, Danucha. Todos dichos en un estado de ruego e intercalados en cada frase. Él era Roberto. De la boca de Daniela nunca salió de otro modo. Daniela cuidaba que cada oración que expresaba, fuera lo suficientemente aséptica, tajante y sin ambages para el oído de él. Roberto discurrió su charla en cataratas de miel, en apelaciones a pasados virtuosos, instantáneas que pedían a gritos eternidad y pasiones apagadas por sabe dios qué conflicto.
No pude atrapar el nudo del drama, pero entendí en la primer respuesta que estaba asistiendo al desenlace que tanto temía Roberto. Parado frente a la alacena, corría de una punta a la otra abarajando platos, tazas y pocillos que ella, verbalmente, le tiraba al suelo.

Me abstraje por un instante. La voz de Daniela no era fuerte, ni siquiera sonaba enojada. Era una transmisión en directo desde el polo sur, y juraría que su aliento era helado, gélido. Sin dudas, tenía esa monotonía vocal que le adjudicamos a los robots de películas, pero era la temida voz de una mujer decidida. La voz que ningún hombre desea oír.

Cuando volví mi atención a la conversación ajena, sentí como Daniela comenzaba a apartarse de la mesa. El chirrido de su silla, las imploraciones de él, las disculpas de ella y su voz más lejana. La puerta que despide a alguien y deja entrar un leve viento. El silencio de Roberto que sabía que todos, involuntariamente, eramos partícipes de su nuevo estado.
Me levanté con la atención de no mirar a la cara a ese hombre. Preferí dejarlo sin rostro en mi memoria. El mozo se acercó, y me cobró al paso. Cuando buscaba la salida, oí como comenzaba su terapia de rehabilitación Roberto. Pidió algo fuerte y sin hielo, y le tiró canchero al mozo: -. Esta se piensa que es la única mina del mundo...
Uno más que tiene un futuro de recaídas crónicas.