Luz

19 noviembre 2006


Cada día que se le ahoga en el almanaque, se pregunta lo mismo, cuántas cosas más van a pasar por estas manos, que se van a estrellar contra el suelo?. Yo no fui, dice, entre resignado y malancólico. Pero siempre tiene el revólver caliente sujeto por la culata. La culpa no le es extraña, por eso se empecina en que no se le escapen los últimos tesoros que quiere guardar intactos.
Tira arriba de la mesa una parva de papeles, la mayoría arrugados, otros hechos bollos, y los menos, doblados en cuatro. Cada retazo, un recuerdo anotado. Los despliega y los lee para sí. Luego me dice: -Éste. Éste es el que quiero que me guardes, sospecho que soy el único que lo recuerda, y por eso me da miedo que se me pierda. Y comienza.
-Fue un día de invierno. Pero no como esos vulgares días de invierno que conocemos. Fue un raro y soleado día de invierno. El más apacible. Fue el día, que de haber pretendido tapar el sol, hubiera cometido mi peor crimen. Sigo sin saber si las emociones profundas dejan otras señales que no sean las que se adormecen en la mente. Pero a veces, juraría que oigo el retumbar ahogado de ese corazón, en este inmenso espacio. Y sin esfuerzo, siento aquella voz susurrada y el silencio que sucede cuando no hay necesidad de palabras, cuando las preguntas sea caen, porque una respiración profunda las vuela donde no molesten. Y el sol. Ahí, tan presente, en mí, en ella. Cómo podría guardar yo sólo toda la luz de ese día?, me entendés?. Me guardo para mí su rostro, la sonrisa plena y franca, pero ayudame con eso. Acordate que nunca hubo un día tan brillante como ese. Creo que fue en julio, y yo estaba feliz.
Le juro que le voy a guardar el recuerdo como si fuera mío, y me vengo para acá. Y el sol sigue ahí, inmutable.

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