El mirador

27 marzo 2007


Hay un cuento de Ray Bradbury que habla sobre dos personajes, que uno diría, están por demás salpicados por la mala suerte. A través de muchos años recorren pueblos y ciudades en busca de una nueva vida. En forma de diversos trabajos, van apareciéndoles oportunidades de hacerse ricos, o por lo menos, de darles un brusco cambio a sus vidas. Sin embargo, siempre en el momento menos adecuado, aparece el villano, el maldito que vive de robarles a estos amigos las grandes ideas y hacerse rico gracias a ellos. Como una maldición, los dos tipos devoran kilómetros y kilómetros de caminos para hallar la salvación, sabiendo y resignándose a aprovechar cuanto puedan, ya que inexorablemente, el vámpiro de ideas ajenas llegará para adueñarse de su descubrimiento más reciente. Pasan los años, las rutas, las caras. Siempre llega el ladrón. Un día como cualquiera y en un camino como tantos, encuentran algo maravilloso. Un punto mágico del paisaje, desde el cual (y sólo desde ahí) se puede ver una hermosa ciudad. Majestuosa, atractiva, subyugante, ahí está para los ojos de quien la ve. Felices de haber hallado un punto mágico en el universo, deciden montar un observatorio humilde. Un cartón escrito a mano que anuncia: "Vista panorámica a la gran ciudad, $0,25". Y así se dispusieron a aprovechar el negocio, hasta que llegara el maldito tipo que huele las ideas ajenas. Al costado de la ruta, en el medio de la nada, los pocos viajeros paran para ver la promesa. Con gran asombro, comprueban que cada visitante ve algo distinto. París, El Cairo, Bagdad, Babilonia, Pekín. Cada observador veía en realidad lo que nunca había visto, pero soñaba con ver. Entre los amigos mismos discutían si era Nueva York u otra ciudad. Pero pasadas las horas, sucedió lo inevitable. La oscura presencia del apropiador se hizo patente. Había descubierto el hallazgo, y comprando los terrenos donde estaba el mirador, llegó para tomar posesión. Resignados, los amigos se retiran al auto para compadecerse de su nueva pérdida. El villano trajo consigo un nuevo cartel, más vistoso, y aumentó sensiblemente el precio del espectáculo. A punto de marcharse, notan cómo los clientes se quejan ante el nuevo dueño. Airados, le rompen el cartel y le gritan estafador. Los dos vuelven sobre sus pasos y se dan cuenta que desde el mirador no se veía nada. El ladrón, ofuscado, por primera vez en años se retira vencido. Más dolidos por la pérdida de una maravilla que de un negocio, los dos se quedan mientras se acallan las voces de los clientes enojados. Cae la noche y comienzan a lamentarse por una derrota más. Recién llegada la madrugada, se les ocurre asomarse al mirador. Y comprueban que, contra todo, efectivamente se puede ver. Lo que el observador quiere. Lo que el observador desea, ansía, sueña. Volvieron a poner el desprolijo cartón escrito a mano con el precio de 25 centavos, y se quedaron esperando al primer cliente. Al primer tipo que quisiera ver lo que nunca vio, por sólo 25 centavos. Un soñador, que le dicen. Que por otra parte, no es un arte que pueda practicar cualquiera.