Éramos tan amigos...

25 febrero 2007


Ya aprendi a escuchar. Bueno, me gusta creer que aprendí a escuchar. Por eso, cuando percibo que estoy ante una posible catarata de confesiones, me preparo. Adopto posición de escucha, me relajo para solo tener oídos, y de ser posible, escuchar con todo el cuerpo. Y es posible, créanme.

Los mozos están limpiando todas las mesas. Una chica barre el piso, y entre todos van subiendo las sillas. De a poco, quienes trabajan en el bar, van ganándole espacio a los clientes. Bajaron la música, se hablan entre ellos a los gritos, como una señal poco sutil dirigida a nosotros. Sin embargo, mi amiga está poco receptiva a esos mensajes. Sigue con la mirada en el último vaso, y sólo saca sus ojos de ahí para posarlos en la brasa de un cigarrillo que nunca se termina. Espero el momento que creo indicado, y le pregunto: Bueno, qué está pasando? Me cuenta su drama con todos los detalles. Hasta los más insignificantes, pero que para ella son fundamentales. Va y viene en el tiempo. Miro mi reloj. Miro el de la pared detrás de la barra. Debo tener adelantado el mío. No pueden ser las 7. Comparo ambos relojes con el de mi celular, que lo puse en hora con la tele. Ninguno me dice lo mismo. Aquí llegamos a un momento crucial. Me dice que se hartó de su novio y vuelvo a la confesión. En silencio, la miro a los ojos. Dudo en tomarla de las manos, y espero otro momento. Acaba de entrar un mensaje y con disimulo, trato de leerlo, como si no me importara. Me dicen que me esperan en la estación de servicio, y preguntan donde estoy. Imagino a mis amigos ensayando hipótesis acerca de donde y con quién estoy. Y la charla, casi de terapia, sigue su curso sin alteraciones. Mi amiga describe las penurias que esa bestia insensible le hace pasar. Yo, callado asiento. No es de hombres avivar el fuego. Y menos aún cuando el fuego va quemando lentamente la foto del fulano, que parece destinado a abandonar la escena. Me preparo. Es momento de subir al escenario. Carraspeo, como para que la voz no me falle luego de media hora en silencio. Las palabras se le están agotando y presiento que llega mi momento. Cuando va a sacar un cigarrillo más, le tomo la mano y la miro. Pienso mi frase, y cuando voy a hablar, me dice: Dejame que te diga algo más. Te agradezco que me hayas acompañado. Precisaba que alguien me oyera. Es que me he dado cuenta que no sé tratar a los hombres que salen y entran de mi vida...(aquí yo me muerdo los labios, y siento como en mi cerebro se agolpan millones de frases para dar el golpe, y sin embargo, me callo). Prosigue: ... cuando alguien me interesa, me abro completamente, confío. Comparto mis cosas, mi vida, lo llamo, trato de saber de él y su realidad. Pero tarde o temprano pasa lo mismo. Una vez que consiguió (o le dí) lo que quería, se aleja, deja de ser el tipo que conocí para convertirse en el monstruo que temía que fuera. No me llama más, si yo lo llamo dice que lo ahogo, pasa tiempo sin dar señales de vida, y encima, si discutimos, utiliza como argumento todas las cosas que le confié. Me entendés?, me dice casi al borde del llanto. En este momento, comprendo que no es mi noche. Y agrega, Me dí cuenta que es un histérico, que solo quiere tenerme en su cercanía, como una mina de un harén, a la espera del momento en que a él se le antoje verme, entendés?. Si, entiendo demasiado, me digo para mí. Sólo falta que escuche la frase que me va a enterrar cualquier esperanza. En fin, me dice ya más desahogada, sino fuera por vos, no sé como largaba todo este rollo. Sos mi mejor amigo, sos la única persona que me entiende...

Telón, que cae pesado. Pienso, cómo hago ahora para llegar hasta la estación de servicio?. Espero que todavía estén mis amigos.